Han pasado casi nueve años desde que presentara, más bisoño e imberbe, mi ofrenda de asombro ante la ciudad de Cáceres. Lo hice respondiendo a la convocatoria en curso del Adonáis y hubieron de ser elegidos, aquellos versos sin desbastar -de pura franqueza-, finalistas de entre textos probablemente mejores. Pero Dafne tornóse al cabo laurel de plomo y aquel primer titubeo iluminado hubo de dormitar por largo tiempo, y hubo de aprenderse y olvidarse de corrido por casi una década. Quise hace unos meses decantar aquella juvenil pasión con el poso de un oficio y varios desengaños. De aquellos amores no correspondidos ha quedado una ciudad de oro y plomo que al fin encuentra su sitio en su intimidad de intramuros. A los quijotescos y tenaces convocantes del XVII Premio García de la Huerta debo la gracia. Véase aquí la buena nueva.
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